Un enjambre de imágenes se agolpó al instante en mi cabeza y de todas aquellas imágenes sobresalía con fuerza el recuerdo de los menudos cuerpos de mis dos nietos. No quiero reproducir las blasfemias e imprecaciones que desahogaron mis pensamientos ante aquella injusticia flagrante. Y precisamente allí, en la mismísima puerta en donde no nos dejaron entrar por pecadores, llega, nítidamente, desde el alminar de la Mezquita emblema de Marruecos el adhan en la voz del almuédano recordado aquello de “¡Dios es grande… Doy fe de que no hay más divinidad que Dios!”. Es evidente que Alá o Mahoma, que ya no sé yo por donde va la vera, cierra los ojos sonriendo mientras oye emocionado las alabanzas que sus fieles creyentes le dedican, ocasionando así, con esa postura de sumo placer personal, el no poder ver a ese pequeño inocente que en la propia puerta de su sagrada casa está siendo masacrado por las mismas personas que con tanta fe le rezan, ensalzan y vitorean.

Juro que deseé que el humo que envolvía a aquella famosa plaza fuera el escondrijo de cientos de rayos incandescentes que destruyeran en mil pecados tantos falsos corazones como a menudo pasan a nuestro lado sonriendo. Puta hipocresía. Puta miseria humana. Putas religiones. Putos dioses. Putos sus representantes.